La dictadura del algoritmo
Hace unos meses escribí esta columna y, aunque a día de hoy, he aprendido a ver la situación con más indiferencia hacia al algoritmo y un poco más de cariño hacia mí misma, no podía dejar de compartiros estos pensamientos porque, sin vosotres, mi slow journalism no sería posible. A todes las que también habéis sentido esa presión del algoritmo: lo estáis haciendo genial.
Tengo la mala costumbre de revisar las redes sociales antes de desayunar. Comienzo el día navegando en un feed de fotografías del último evento de moda; artículos de periodistas destacados, que me recuerdan aquellos que aún tengo pendientes en el tintero; noticias, en su inmensa mayoría, negativas, y reels motivacionales que me animan a emprender en mi propio proyecto porque si quiero hacerlo, puedo.
O eso nos dicen. Entre sonrisas y música alegre, te recuerdan que solo necesitas tus ideas y motivaciones para empezar a ser tu propio jefe. Los materiales adicionales como el tiempo, la energía necesaria o el dinero (por favor, no olvidemos este último), lo dejan, si acaso, para la descripción del vídeo.
Apenas he empezado a desayunar y ya he perdido el apetito.
Seguir el ritmo de publicaciones y tendencias, sin caer en la comparación constante, es abrumador. Debes publicar todos los días, pero únicamente contenido de calidad: tienes que enseñar, divertir y entretener a tu audiencia. A partir de ahora, podré añadir a mi descripción de LinkedIn que, además de periodista, soy Social Media Manager, editora, cómica e ilusionista. Estoy emocionada.
También estoy agotada. Casi sin darme cuenta, he asumido el ritmo inalcanzable impuesto por el algoritmo, aunque realmente no tenga tiempo o ganas de publicar nada. Aunque a veces no tenga ningún contenido interesante para compartir con los demás o simplemente quiera disfrutar ciertas anécdotas o ideas para mí misma.
Pero cómo no voy a publicar si mi teléfono no deja de mostrarme constantemente una imagen idealizada de mis compañeros, amigos e incluso desconocidos. Si cuanto más entro en la plataforma, más fuerte se vuelve el nudo que me aprieta la garganta y me impide continuar con mis otras actividades.
Es en esos momentos cuando aparece el síndrome de la impostora. No puedes evitar pensar que no estás a la altura, que tu contenido carece de valor y que, por mucho esfuerzo que hagas, no será suficiente. Aún así, sigues posteando sin descanso, buscando nuevos contenidos que contribuyan al mar de infoxicación en el que estamos sumergidos.
De repente, la ilusión por compartir mi proyecto con el mundo ha dado paso a la ansiedad y el estrés de no subir material nuevo. Mi única meta ahora mismo es igualar a las cuentas que me rodean. De cierta manera es como si tuviera que demostrar mi valía a cualquier coste. No importa si trabajas, estudias o llegas a casa agotade. El algoritmo no perdona y, mi mente, tampoco.
A esas alturas, nuestra realidad está distorsionada y la única constante al mirar el feed es que la vida de los demás es un camino lleno de éxito ininterrumpido y sin dificultades. A su lado, nuestros logros y alegrías son diminutas, insuficientes. Un golpe directo a la autoestima que, entre vídeos y fotografías, se erosiona lentamente.
Desconozco si mañana decidiré abrir Instagram para descubrir el nuevo vídeo o evento de moda. Pero, por el momento, he decidido comenzar mi próximo día con un vídeo de YouTube. Al menos mañana terminaré mi desayuno.
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